Podría contar muchas historias. Hoy quiero contar una.
Al llegar a la parroquia, un grupo de señoras de edad se presentaron como grupo de "tercera edad". En seguida nos hicimos amigos. Yo las acompaño y ellas se dejan acompañar. Ellas hacen de abuelitas y yo hago de nieto. Y rebauticé el grupo como "grupo Santa Ana", haciendo referencia a la abuelita del Jesús. Entre ellas estaba doña D.
Delgada, siempre sonriente y atenta a todas las necesidades y personas, doña D. no se perdía ninguna de nuestras actividades. Si teníamos una misa, ella estaba en el primer banco. Si una reunión, siempre presente. Sonriendo, con sus mejores galas, apoyando, sumando... Y un día, doña D., caminando por la calle me aborda y me regala un puñado de caramelos de menta. "Yo no puedo aportar mucho" me dice, "pero le regalo unos dulces". Desde entonces no han faltado esos caramelos en mi bolsillo y en mi mesa del despacho parroquial. Y mucha gente se ha beneficiado de esos caramelos, porque después de una conversación les he obsequiado con un dulce, para alegrar la vida y endulzar lo amargo del corazón.
Y doña D. vivía sola. Con 82 años vivía en un pequeño cuartito alquilado. Y con nueve hijos, la mayoría de ellos viviendo en el extranjero, ninguno la atendía. De vez en cuando se echaba a llorar cuando hablábamos y me contaba la pena de ser madre de tantos y ser olvidada por ellos. "Solo mi nieta me visita", y un día me la presentó. Una gran pena cubría su rostro lleno de lágrimas al compartir que la soledad constantemente estaba mordiéndole el corazón. En la parroquia, y en el grupo de abuelitas, ella encontraba el consuelo y la alegría en el compartir.
Por eso, doña D. había acogido muy dentro al Señor. Y su sonrisa no la abandonaba nunca, salvo cuando hablaba de su gran pena. Por eso iba al mercado y repartía entre los pobres lo que podría. Por eso me daba dulces, ella que tanto sufría por la ausencia de los suyos, quiso endulzar mi vida con lo poco que tenía; y ¡qué bien me sabían esos caramelos de menta!
Hoy, doña D. ha fallecido. Y me siento triste.
Adiós, doña D. Descansa en paz junto a Dios, tu papá. Junto a aquel que te quiso desde siempre y que siempre estuvo contigo. Adiós, doña D. y protégenos desde el cielo. Y gracias, muchas gracias, por recordarme tantas cosas, pero especialmente te agradezco tus caramelos de menta, que tanto bien me han hecho. Reza por mí, yo lo haré por ti.