Desde que llegué me sorprendieron mucho las manos de la gente. Unas manos muy distintas a las que he contemplado hasta ahora. Son unas manos trabajadas, pero dispuestas siempre.
Las manos de los varones son unas manos encallecidas, arrugadas, ásperas. Unas manos de anciano aunque la persona a quien pertenezcan tenga pocos años. Unas manos en las que los dedos están un poco deformados de tal forma que, al estender la mano, se convierte en un pequeño recipiente. No estira más. Son manos que se han forjado en el trabajo, agarrando herramientas que van arrancando de la tierra los productos, papas, con los que van subsistiendo.
Las manos de las mujeres están pulidas. Deformadas al igual, esta vez se unen al trabajo con las herramientas del campo las tareas de limpieza. Agua, detergentes, estas manos se han ido puliendo al compás de la limpieza de ropa y utensilios de cocina. Manos en donde no se perciben ni siquiera las líneas de la providencia.
¿Cómo me he dado cuenta de ello? De nuevo en la eucaristía. Al repartir la comunión, al compartir el cuerpo de Jesús con mis hermanos, me encuentro con estas manos, manos de creyentes, de trabajadores incansables. Manos que acogen, con humildad, al Salvador, manos que acarician con ternura, a pesar de su aspereza. Manos que se entregan al Señor. Recuerdo la letra de una canción con la que rezo hoy, las manos de Dios:
Saberme y
sentirme en tus manos,
manos que saben dónde van,
manos que sienten lo que vivo,
manos que acogen sin juzgar.
manos que saben dónde van,
manos que sienten lo que vivo,
manos que acogen sin juzgar.
0 comentarios:
Publicar un comentario